Chile, el día después de mañana (Revista Caras)

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    Somos la primera generación que les contará a sus nietos cómo era nuestro país antes del cambio climático. Los futuros habitantes conocerán un lugar más seco y caluroso, pero con playas frescas y viñas australes. A continuación, un vistazo a los efectos del Antropoceno en el territorio nacional.

    Por Sonia Lira

    Cruzar el puente Juan Pablo II, en Concepción, cuando niña a Eugenia Gayo le provocaba un respeto parecido al miedo. El caudal del Biobío iba a tope y parecía que en cualquier momento arrasaría con la construcción. Hoy en cambio, le da pena. La escasez de agua propició la aparición de islotes y la fuerza del río es cada vez menor. Esa simple rutina, cruzar el puente, le recuerda a la doctora en ecología que el clima cambió, que el planeta no es más lo que fue.

    Por primera vez desde que hay vida en la Tierra una de sus criaturas —el homo sapiens— podrá ser testigo, en una sola generación, de transformaciones que antes tomaban cientos de miles de años… Y de las cuales él mismo es el responsable. De eso se trata el Antropoceno: los seres humanos tomamos el control de todos los sistemas biofísicos, pero —paradoja— esto se volvió en contra nuestra. Así, mientras algunos megamillonarios preparan expediciones a Marte, otros compran tierras en lugares prístinos como la Patagonia, aunque de llegar el Día cero no existirá un sitio en el mundo parecido a la Tierra Prometida. Menos lluvias, más días nublados, vientos y el avance del desierto son algunas de las consecuencias que los chilenos ya comenzamos a sentir y que podrían volverse preocupantes de no cumplirse la restricción del aumento global de la temperatura al máximo de 1.5 grados Celsius fijado por Naciones Unidas (ONU).

    Más allá de esta cifra, los expertos advierten que cruzaríamos la delgada línea roja a la catástrofe. Mientras tanto, de todas formas estamos iniciando un viaje hacia un paisaje desconocido, incierto, que hará necesario contarles a nuestros nietos cómo era, por ejemplo, el Valle Central, fértil y con bosques de peumos y litres; o que Concepción era boscoso y en Valdivia existía una selva antes de los viñedos. “El Antropoceno: Chile hacia tierra incógnita” es el nombre del panel que integran, en la 8° versión de Puerto Ideas, la ecóloga y arqueóloga Eugenia Gayo, junto a la doctora en meteorología Laura Gallardo y el sociólogo Manuel Tironi.

    En Valparaíso, cerca de las marejadasque ya se sienten en Viña del Mar, los expertos discutirán cómo esta época geológica de la Tierra (el Antropoceno) está cambiando la forma en que vivimos en el mundo y, particularmente, en Chile. Porque si en el periodo Jurásico las pisadas de los dinosaurios remecieron el planeta y en el Pleistoceno fue el turno de los mamuts y otros mamíferos gigantes, nunca antes un ser vivo había llegado a modificar su hábitat a escala planetaria, con resultados dudosos para todos, como el hombre. La edad del hombre El Antropoceno es un término nuevo y controvertido que acuñó el premio Nobel de Química Paul Crutzen en el año 2000. Hay quienes dicen que, más que una era geológica, se trata de un término político para presionar el cumplimiento de las metas de reducción de CO2 acordadas en el Protocolo de Kioto (1997) y aceleradas por el Acuerdo de París (2015), cuando se constató que los países estaban muy lejos de alcanzar los compromisos medioambientales asumidos. En medio de todo, Trump ha marginado a Estados Unidos de los convenios, por lo que se espera que para diciembre, en Katowice, Polonia, la ONU haga una especie de último llamado para salvar el planeta. Menos consenso hay todavía sobre cuándo se inició (el Antropoceno).

    Para algunos la fecha es la Revolución Industrial; para otros, 1976, cuando se registra un disparo en el aumento de la temperatura atribuible a los gases de efecto invernadero. “Muchos creen que es algo de los últimos 250 años, pero lo cierto es que desde que el hombre pisa un territorio, empieza a transformarlo. En nuestro país, los antiguos habitantes del Norte Grande, hace unos 2.000 años, levantaron hornos de fundición que cambiaron la composición del aire, tal como lo demostraron los glaciólogos cuando descubrieron CO2 suspendido en burbujas de aire al interior de hielos milenarios. Así de poderosa es la capacidad de transformación de la especie humana y que, obviamente, escapa de control luego de la Revolución Industrial”, explica Gayo.

    Veamos cómo el Antropoceno, o Edad de los humanos, está cambiando el paisaje en nuestro país, en la mirada de la ecóloga y del doctor en bioclimatología Fernando Santibáñez. La guerra del agua Este año, la prensa internacional informó de una realidad que ya desde la década de los 90 comenzaron a sentir los habitantes de Petorca: la grave escasez de agua. Las familias y pequeños agricultores del valle —las imágenes dieron la vuelta al mundo— debían ser abastecidos por camiones aljibes luego que ríos y napas subterráneas se secaran. Ellos acusan a la industria exportadora de paltas, que absorbe y exprime los ya mínimos recursos hídricos de la región.

    “Una de la hipótesis sobre la guerra civil en Siria es que la sequía obligó a la migración de algunas poblaciones. La falta de agua aumenta las tensiones sociales y si bien es difícil un conflicto de esa magnitud en nuestro país, es probable que veamos cada vez más comunidades —incluso ciudades grandes como Iquique o Antofagasta— enfrentadas a monstruos de la industria minera o agrícola. La población de Huasco le ganó a Pascua Lama, es cierto, pero el proyecto sigue en pie por el lado argentino”, advierte Gayo, quien ya observa con preocupación procesos migratorios en lugares como Petorca. El Centro de Agricultura y Medio Ambiente de la Universidad de Chile desde los años 90 viene analizando posibles escenarios climáticos para 2030 y 2050. Hace apenas un par de décadas, sus pronósticos podían parecer catastróficos. Hoy resultan bastante realistas. “Las tendencias se han cumplidos con creces. El número de días de lluvia en Santiago bajó de 50 a 35 por año; la frecuencia de altas temperaturas se duplicó, ha variado el viento y la estacionalidad de la lluvia”, explica Fernando Santibáñez.

    ¿Hay un punto de no retorno? ¿Un Día cero para Chile? Gayo piensa que podría ocurrir si en una urbe nacional importante pasa algo similar a lo que vivió Ciudad del Cabo en febrero de este año, cuando quedó sin agua. Los habitantes de esa ciudad de Sudáfrica debieron acostumbrarse a no lavar el auto, a ir a trabajar con el pelo sucio y a no tirar la cadena. Comenzaron a ser alimentados por camiones aljibe y, aunque el agua retornó, su población aprendió a vivir con 60 o 70 litros por día. Hoy cuidan cada gota como diamantes. Ese Día cero no llegará a Chile de un momento a otro, como en la película El día después de mañana. Lo probable es que vivamos episodios como racionamientos con mayor frecuencia hasta que, en Santiago por ejemplo, nos sorprendamos de haber habitado una zona distinta, más verde, con noches de verano donde no era imperioso contar con un ventilador a mano y la ducha diaria estaba lejos de ser un lujo. “No hay un punto de no retorno preciso, pues las plantas y animales tienen distintas sensibilidades. (…) Hoy le está tocando el turno a las araucarias, mañana podría ser el coihue.

    El cambio climático puede ir amenazando gradualmente a la vida no al punto de hacerla desaparecer, pero sí de producir cambios que serían fatales para el ser humano”, explica Santibáñez. Viñedos australes La flora y fauna autóctonas serán las más afectadas. Con frecuencia escuchamos que climas templados, como el de la Zona Central, son más frágiles, aunque la doctora Gayo precisa que, en realidad, desde La Serena hasta Valdivia lo que existe es un hotspot de biodiversidad, donde hay muchas especies únicas que, si se extinguen, es todo el planeta el que pierde. En ese sentido, la progresión del desierto es la gran amenaza. “Todo los desiertos del mundo se están moviendo hacia los polos. El mismo desplazamiento del de Atacama hacia la Zona Central —1.5 metros al día— lo tiene el desierto de Arizona sobre California y el del Sahara sobre el sur de Europa. Esto se debe al calentamiento del planeta en los trópicos que hace que los anticiclones se corran más hacia el polo, bloqueando la entrada de los frentes (lluvias) o desviándolos más hacia el sur, como en el caso chileno”, explica Santibáñez. Este desplazamiento del desierto empujaría hacia el sur el paisaje tal como lo conocemos hoy.

    Es posible que en el Norte Chico ya no sea posible mantener la agricultura que hoy se conoce (el río Limarí no es de lejos lo que fue), mientras que Santiago transitará de un paisaje semiárido a uno árido, de matorral, muy parecido al de la Región de Coquimbo. Especies como el boldo o el maitén se harán escasas, igual que la fauna asociada a este tipo de bosque nativo esclerófilo. Los cultivos cambiarían entonces a chirimoyas, papayas y cítricos, mientras que los viñedos se podrían dar en la Región de Los Ríos. De hecho, la viticultura ya está en auge en Concepción, mientras que en la Zona Central (valles del Maipo, Cachapoal y Colchagua), los problemas de riego de las viñas resultan cada vez mayores. Gracias a que las costas de Chile son abruptas, no se verán alzas del nivel del mar como en Nueva York o, como ocurrió recientemente, en Venecia. Eso sí, Arica, Viña del Mar y La Serena podrían sufrir las consecuencias. “De mantenerse el patrón actual —dice la doctora Gayo—, el mar en Viña subiría 10 metros para 2030 y quienes tengan departamentos frente al océano, los perderían. Hay datos así de concretos”.

    Pero hay otro efecto menos conocido y es el enfriamiento de nuestras playas, algo que parece contradictorio. Según Santibáñez, esto se debe a la influencia del Pacífico: al calentarse el continente, este atrae más aire desde el océano hacia el interior, lo que refresca la costa. Al revés, a más altura, mayor será el aumento de las temperaturas. Sobre los dos mil metros podría llegar a superar los tres grados. Esto implica que la línea de nieve retrocede y la superficie de los glaciares de montaña disminuye. Es decir, mayor escasez hídrica, sin contar con un aumento en tormentas eléctricas, granizadas, lluvias repentinas y torrenciales que no alcanzan a ser absorbidas por la tierra, con el potencial peligro de aluviones como el ocurrido años atrás en Chañaral. El paisaje chileno ya no será más como lo conocieron nuestros abuelos. Al parecer, nada resultará tan apocalíptico ni catastrófico (de no superar los 1.5 grados, claro). De hecho, la vida en alguna de sus miles de formas se las arreglará para continuar, pero nosotros enfrentaremos un territorio desconocido —incógnito— para el que no estamos preparados.

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