Columna de Opinión de Anahí Urquiza, académica de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Chile, investigadora del (CR)2 y coordinadora de la Red de Pobreza Energética. Publicada en El Mostrador.
La desigualdad social en Chile tiene muchas más caras de las que alcanzamos a ver. No es solo esa vergonzosa columna que nos representa en el primer lugar del índice de ingresos desiguales de países de la OCDE (Gini), o nuestro sistema educativo diseñado para mantener el statu quo entre ricos y pobres, ni siquiera se puede reducir al retrato de aquellas familias que ocupan gran parte de los puestos de poder del país.
Nuestra desigualdad social no solamente se puede ver y medir, sino que se puede sentir en la piel, se puede respirar y padecer en cuerpo y alma. Lentamente hemos ido tomando conciencia que nuestras imágenes de la desigualdad están incompletas, que la materialidad de las viviendas, la conformación e idiosincrasia de barrios y territorios o la propia contaminación atmosférica son solo parte de un problema mayor que se asoma en ocasiones en medio de los desastres naturales o las crisis sanitarias. Nos referimos a la pobreza energética.
Si bien desconocemos muchas de las maneras en que este fenómeno afecta a los habitantes de nuestro país, hay información estadística que nos permite identificar algunas de sus características. Así, por ejemplo, sabemos que los hogares más pobres gastan un porcentaje muy alto de sus ingresos en energía, pero la deficitaria aislación térmica de sus viviendas sumada a los tipos de energía que pueden acceder (leña, carbón o gas) no permiten a estos hogares alcanzar ambientes confortables. Peor aún, estas energías producen contaminación intradomiciliaria que favorece enfermedades respiratorias, afectando principalmente a niños y personas mayores (ver recuadro con algunos hallazgos).
A partir de esto podemos plantear muchas interrogantes. Por ejemplo, si esta situación la ubicamos en el marco de las proyecciones demográficas nacionales, las cuales indican que estamos envejeciendo rápidamente, y a ellas sumamos nuestro deficiente sistema de pensiones que condena a gran parte de las personas mayores a vivir en la pobreza, ¿qué implicancias tiene dicha pobreza?, ¿qué pasará, por otro lado, con los adultos mayores en las olas de calor proyectadas como consecuencia del cambio climático?
Conocido es ya el problema de contaminación que produce la leña, especialmente en algunas ciudades del sur de Chile. Sabemos hace mucho que la contaminación de esas ciudades está relacionada directamente con la fatal combinación de la combustión de materias primas de mala calidad a través de una tecnología escasa. Pero una medida efectista como prohibir la leña afectaría dramáticamente la fuente de calefacción más conveniente para miles de familias, sin tener meridiana claridad acerca de su impacto socioeconómico.
Con todo, el panorama actual permite alimentar esperanzas. Hoy podemos construir mucho mejor nuestras viviendas para que los requerimientos energéticos sean menores, tenemos diversas fuentes renovables en nuestro territorio y contamos con el conocimiento y la tecnología para desarrollar infraestructuras resilientes. Sabemos también que se requiere la participación de la comunidad para definir soluciones que consideren las condiciones locales.
Pero aún nos falta mucho conocimiento por desarrollar, el cual requiere la cooperación de diversas disciplinas y el involucramiento del sector público y el privado. La pobreza energética es un problema estructural que no se puede abordar con medidas sintomáticas o meros subsidios. Debemos estudiarla en profundidad para proponer estrategias que mejoren nuestra matriz energética, la calidad de las viviendas, la gestión del calor, la institucionalidad y el mercado de la energía, de modo que la población utilice la energía de forma eficiente y limpia, y que se generen medidas que respeten la diversidad cultural y territorial del país.
Una acción concreta es la Red de Pobreza Energética que impulsamos un conjunto de investigadores, académicos, tomadores de decisiones y representantes la sociedad civil. Esta comienza a formarse durante 2016, pero este año 2017 hemos dado pasos decisivos, logrando desarrollar espacios de reflexión interdisciplinaria y sumar a investigadores y académicos de nueve universidades.
La Universidad de Chile se ha propuesto impulsar esta Red como parte de su responsabilidad como Universidad Pública, entendiendo que es una oportunidad de visibilizar un problema estructural que está profundizando la desigualdad social en el país. En este sentido, la Red de Pobreza Energética es fundamental para establecer puentes entre el conocimiento basado en evidencias y la toma de decisiones.
No hay soluciones simples para problemas complejos y la pobreza energética es un claro ejemplo de esto. Debemos estar dispuestos a colaborar entre profesiones y disciplinas, entre sectores y grupos de interés, de manera transversal en todo el territorio, con el fin de transformar esto en un problema país que se aborde mediante políticas de Estado, que trasciendan la lucha cotidiana entre fuerzas e intereses mezquinos. Si la pobreza es un problema para cualquier gobierno, es tiempo de aceptar que los “pobres” de nuestro país son más “pobres” de lo que creíamos.