«El portazo de Trump: ¿Desilusión o crónica de una muerte anunciada?» por Anahí Urquiza

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    Carta al director de Anahí Urquiza, investigadora adjunta de la línea de Dimensión Humana del (CR)2. Publicada en El Mostrador.

    Señor Director:

    Durante los últimos años ha sido evidente que estamos comenzamos a sufrir las consecuencias del cambio climático. Paralelamente, sabemos que, en el futuro, tanto los eventos climáticos extremos como los problemas crónicos relacionados con la escasez de agua, serán mucho más frecuentes e intensos. Esta situación es y será muy compleja para Chile, pero también para muchos otros territorios del mundo (principalmente los países “subdesarrollados” o “en vías de desarrollo”).

    En este contexto, sabemos que reducir las emisiones es urgente, y que si queremos evitar un clima completamente diferente al que hoy día estamos adaptados, entonces tendríamos que haber comenzado a reducir drásticamente las emisiones desde hace años.

    Considerando que los compromisos nacionales fueron modestos (en ningún caso suficientes para reducir las emisiones requeridas para mantener la temperatura bajo los 2ºC) y que además no hay consecuencias graves para un país que no cumpla el acuerdo, su efectividad está claramente en entredicho. En ese contexto, podríamos decir que la declaración del señor Trump no es relevante, ya que además igualmente se estaba proyectando que EEUU no sería capaz de cumplir con el compromiso de Obama. Por último, debido a las características del acuerdo, la efectividad del retiro llegaría en un momento en que ya podría haber otro presidente en ese país, existiendo la posibilidad de retomarlo. Entonces: ¿por qué es tan grave la declaración de Trump?

    Considerando que la mayor fortaleza del Acuerdo de París es –o era- simbólica, este portazo es un golpe duro. Que el mayor responsable (considerando las emisiones históricas) se desembarque del Acuerdo de París, resta fuerza a la presión sobre el resto de los países. La fuerza de un acuerdo donde todos los grandes involucrados estaban comprometidos se desvanece. Los grandes esfuerzos realizados en las últimas décadas, que han logrado estos pequeños avances simbólicos, parecen ser en vano.

    La tentación del populismo cortoplacista nos enfrenta con las debilidades de las democracias nacionales y la urgencia de alcanzar regulaciones internacionales vinculantes, efectivas y que, a la vez, sean justas con los países víctimas de este problema. Lamentablemente, con el debilitamiento de la legitimidad de la política y de las instituciones a nivel global, este desafío se visualiza como inalcanzable. Sobre todo porque nos comenzamos a preguntar a quién representarían las autoridades mundiales, cuáles serían los mecanismos de persuasión a nivel mundial para el cumplimiento de los acuerdos y compromisos, cómo se verían representados los intereses de las minorías, entre muchas otras. Sin embargo, cada día es más evidente que necesitamos un orden mundial que permita generar estructuras que funcionen a largo plazo y que puedan proteger nuestra gran casa común, y además no solo para esta generación.

    No nos gustan las regulaciones, que nos digan qué podemos consumir o cuánto podemos contaminar, no nos gusta que lo hagan nuestros cercanos y podría ser más difícil con las estructuras internacionales. Pero al parecer no nos queda otra alternativa. Estamos pasando por una crisis de madurez mundial: o asumimos que las responsabilidades y límites son parte de la vida (aceptando los costos correspondientes), o nos destruiremos antes de lo que imaginamos.

    Quienes pueden hacer los acuerdos internacionales son los representantes nacionales actuales. En la mayor parte de los países los representantes son elegidos y se deben a sus electores, sin contar que una de sus mayores preocupaciones es la aprobación política. Por lo tanto, este tema sólo será relevante para los políticos si para los electores también lo es. Esperemos que en nuestro país comience a aparecer la discusión en los debates presidenciales, porque además el compromiso nacional de reducción de emisiones es muy conservador.

    Aún queda esperanza. Sin duda la reacción de autoridades regionales de EEUU, sumada a la enérgica condena de algunos líderes internacionales pueden amortizar el golpe simbólico. Pero para ser más que buenas intenciones, estas manifestaciones se tendrían que acoplar con muchas otras más, que permitan al mundo avanzar con urgencia hacia acuerdos internacionales vinculantes y paralelamente impulsar un movimiento internacional que presione para aumentar la ambición de los compromisos nacionales, y que ayude a crear conciencia de la importancia de este problema.

    Bueno, sabemos que la esperanza es lo último que se pierde. Quizás este “incidente” nos ayude a generar más conciencia sobre el problema que enfrentamos, gracias a la discusión publica generada.

    Anahí Urquiza, investigadora (CR)2 y del Departamento de Antropología de la Universidad de Chile