«Legislar sobre el cambio climático» Opinión en El Mostrador

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    Columna de Eric Pommier, académico PUC, sobre el proyecto «Marco legal e institucional para abordar el cambio climático en Chile» en El Mostrador

    El viernes 13 de mayo fueron entregados, en las dependencias del Ex Congreso Nacional al Subsecretario de Medio Ambiente Marcelo Mena, los resultados de un proyecto que pretende definir lo que podría ser un “marco legal e institucional para abordar el cambio climático en Chile.” Hay que felicitar a los autores de este informe, principalmente a los doctores Pilar Moraga y Rodrigo Arriagada, por haber llevado a cabo esta investigación que consiste en un “análisis comparativo de legislación de cambio climático” a nivel internacional y la elaboración de propuestas no solo acerca de los contenidos mínimos de una ley de cambio climático, sino también sobre la manera de evaluar tal política pública.

    De hecho, la elaboración de una política sobre cambio climático no debe ser considerada como un asunto menor, sino al contrario como esencial y apremiante. Chile cumple siete de los nueve criterios que lo caracterizan como un país vulnerable según la Convención Marco de Naciones Unidas sobre Cambio Climático (aunque él no sea uno de los países más responsables de este cambio). Por ejemplo, hay que reconocer, según los estudios hechos por el Centro de Ciencia del Clima y la Resiliencia, que la responsabilidad humana en la mega sequía 2010-2015, que tuvo lugar en Chile, es de un 25 %.

    No se puede resumir de manera pormenorizada el rico contenido del trabajo realizado por ambos investigadores. Limitémonos a indicar que la constatación de la vulnerabilidad económica y social del país frente a este cambio debe conducir, en lo esencial, a adoptar una política de limitaciones de las emisiones de gases de efecto invernadero tendiente a evitar mayores costos futuros para la adaptación de la sociedad chilena. Esta consideración central se acompaña de una reflexión sobre los principios que hay que respetar para cumplir tal meta (principios de equidad social, ambientales, de información científica etc.) y sobre el abanico de herramientas disponibles, estudiadas de manera crítica.

    Cabe notar que la medida que aparece prioritaria, a juicio de los autores, es la cuestión del marco institucional que hará posible la aplicación de la ley. Proponen dos opciones. La primera ubica la oficina de cambio climático a nivel de la presidencia; la segunda la aloja dentro del Ministerio del Interior. La idea es la siguiente: puesto que la crisis climática no se reduce a una mera crisis ambiental, sino que es un problema que afecta a la vulnerabilidad socioeconómica del país e involucra diversos sectores particulares, resulta necesaria una respuesta global y coordinada, que implica dotar a la institucionalidad correspondiente de los medios adecuados para la consecución de sus objetivos. Asimismo, como la organización del Ministerio del Interior tiene relaciones bastantes fluidas con las regiones y éstas deben jugar un papel fundamental en la concretización de la política ambiental, es necesario ampliar el sentido del concepto de seguridad pública para que tal Ministerio pueda encargarse de los problemas de carácter climático. La seguridad ya no puede ser limitada a la gestión de la delincuencia. Ella debe incluir la protección de la vulnerabilidad de todos a consecuencia del cambio climático.

    Este informe representa así un avance capital e imprescindible en cuanto a la gestión de la cuestión climática en Chile. Ya que no debemos limitarnos a ser bellas almas ecológicas anhelando a lo mejor, sin darnos los medios institucionales para cumplir tales deseos o, mejor dicho, necesidades.

    Quisiéramos, sin embargo, expresar algunas preguntas acerca del contenido de este informe para complementar su manera de abordar el tema. En primer lugar, y sin minimizar la propuesta de ubicar la comisión del cambio climático al nivel más alto posible del Estado, podemos preguntarnos si la institucionalización del problema climático se resume a un mero asunto de gestión interna del aparato político existente. ¿No habría resultado beneficioso reflexionar sobre las condiciones que permitan llegar a una verdadera justicia ambiental, tomando en cuenta tanto criterios de distribución equitativa de las cargas y beneficios ambientales como de los medios para agilizar la participación ciudadana en la toma de decisiones? ¿No habría sido interesante preguntar quién podría representar los intereses de los animales, de los ecosistemas o de las generaciones futuras? En este informe se evocó la cuestión de la participación ciudadana, pero sin explicitar cómo deberíamos ponerla en obra y sin considerar verdaderamente su sentido más allá de querer producir una simetría de conocimiento. Tampoco se adoptó una perspectiva crítica con respecto a si el problema climático puede encontrar una solución adecuada en el estrecho marco del Estado Nación, marco que la propia crisis climática contribuye a poner fuertemente en cuestión.

    A decir verdad, esta serie de preguntas habría conducido a otras interrogantes más fundamentales. En efecto, es difícil considerar la crisis climática en toda su magnitud sin preguntarse por el tipo de responsabilidad que está en juego. El calentamiento global es el resultado de una suma de acciones individuales, de distinta amplitud, que tienen consecuencias a nivel planetario y de largo plazo, sin que los actores involucrados hayan tenido la intención de producir tales consecuencias negativas. De esta constatación surge la necesidad de una responsabilidad colectiva hacia la permanencia de un equilibrio ecológico global que sea un lugar de vida suficientemente “digno” para las generaciones futuras. Pero, ¿cómo se puede dar una forma jurídica e institucional a esta responsabilidad? Nos encontramos aquí obviamente ante un deber de índole moral. Hay que reconocerse responsable de lo que hacemos hoy en defensa de las generaciones que vendrán. Ahora bien, ¿Quién puede representar los intereses de estas generaciones para proponer medidas que estén realmente a su favor? ¿Cómo se puede pensar en una responsabilidad a largo plazo mientras los mandatos políticos son de plazo breve? ¿Qué nivel de responsabilidad debe reconocer Chile sin que se limite injustamente su desarrollo económico? De hecho, si se compara con los países del Norte, éstos han contaminado y contaminan más, por ende, deberían involucrarse más en la reducción de los gases tóxicos para el planeta.

    El informe tiene razón en evocar los costos futuros del cambio climático si no hacemos nada hoy. Esta manera de enfocar el problema toma en cuenta el interés de los hijos de nuestros hijos. Sin embargo, este enfoque supone ya reglada la cuestión de por qué se debe respetar a las generaciones futuras y cómo hacerlo de verdad. Tales preguntas no son anecdóticas o secundarias. Al contrario mandan el tipo de ley que se podría implementar. Por ejemplo, ¿Se concibe el medio ambiente como un lugar donde viven comunidades locales, es decir, como una forma de vivir o “patrimonio común” que hay que preservar como tales o, más bien, se comprende como un conjunto de elementos útiles para los servicios ecosistémicos de dichas comunidades entendidos de manera mercantil? Dicho de otro modo, ¿se intenta medir financieramente los servicios ecosistemicos para preservar solamente lo que hoy nos parece útil o, por el contrario, de lo que se trata es de mantener vivo el rango de posibilidades de vida que hemos recibidos para que pueda ser ofrecido a las generaciones siguientes, sin decidir por adelantado – y en su lugar – lo que les será útil? Lo que es inútil para una generación podrá ser útil para otra.

    Tal consideración nos lleva hacia un último punto. La propuesta de nuestros colegas insiste sobre el tema de la vulnerabilidad socioeconómica del país como motivación central, pero no única, para legislar. Esta insistencia podría dar la impresión que habría que elegir entre un ambientalismo duro, que descarta toda preocupación por el vivir humano, y un ambientalismo débil, que descuida los ecosistemas como tales, como si no tuvieran un valor intrínseco fuera de su uso económico para el hombre. Aquí aparece la necesidad de una reflexión de carácter ontológico sobre la relación entre los hombres y los ecosistemas. La humanidad no es una entidad exterior a la naturaleza, y amenazadora, como si ésta debiese ser protegida en sí (ambientalismo duro) o como si, al contrario, la naturaleza fuera solamente una reserva de recursos para los hombres (ambientalismo débil). Sería necesario pensar una lógica de cooperación recíproca. Se vuelve así una exigencia entender cómo el ser humano puede hacer un uso no utilitarista de los ecosistemas al concebirlos ya no sólo como una suma de “servicios” que pueden ser cuantificados, medidos y eventualmente comercializados. Se puede pensar en un manejo inteligente de los ecosistemas que les permita desarrollarse de un modo tal que no dejen de ser un lugar en el cual los seres humanos puedan vivir.

    Tales consideraciones son de carácter filosófico y quisiéramos terminar precisamente con el siguiente comentario. Tenemos la impresión que esta valiosa investigación sociológico-económica queda dependiente de su metodología empírica. Se trata en ella de ver lo que “funcionó”, lo que “no funcionó” y lo que podría “funcionar” a partir de comparaciones factuales (o contra-factuales). Pero este enfoque pragmático y concentrado en los hechos deja de lado ciertos problemas de fondo que pueden determinar de manera directa el éxito o el fracaso de una política climática y que tienen que ver con una reflexión sobre la normatividad y las cuestiones de principio.

    Llama la atención el hecho que la reflexión fue desarrollada gracias a un comité de expertos, presentado como instancia de legitimidad para validar los resultados del informe, pero sin que su identidad haya sido develada, dejando abierta la sospecha de su eventual unilateralismo ideológico, impidiendo explorar algunas otras vías de reflexión.

    Se abrió, hace poco, un debate sobre la ausencia del filósofo en la esfera pública. Podemos considerar que este silencio es bueno, cuando el tomarse la palabra está motivado por un mero deseo de notoriedad que no escapa a la tentación de la habladuría, del comentario vacío de sentido o de la retórica. No obstante, una reflexión filosófica permite aprehender un problema en toda su complejidad y ponerlo así en una perspectiva comprehensiva, en la que debe ser planteado para que tengamos la expectativa de su posible solución. El silencio de la filosofía en la esfera pública no es siempre por culpa suya.

    Para que hable, se requiere también que se la solicite. Pero cuando no se la solicita, le queda la posibilidad de invitarse a la mesa de los que pretenden orientar, por sí solos, el curso del destino nacional. Esta es la meta que esperamos ayudar a cumplir los días 23 y 24 de noviembre en el Instituto de Filosofía de la P.U.C de Chile gracias a la organización de un coloquio sobre la ética ambiental que contara con especialistas nacionales e internacionales del tema.