Por José Barraza, divulgador científico del Centro de Ciencia del Clima y la Resiliencia (CR)2. Colaboración científica: Alejandro Miranda, investigador (CR)2
13 de marzo, 18:00 horas, pueblo de Bellaflor
Lucas corría por entre los árboles sin hacer caso a los llamados de su padre que lo seguía a paso cansino a pocos metros de distancia. No era fácil seguirle el ritmo a un pequeño de siete años, menos por aquel bosque de raíces pronunciadas, donde al menor descuido se corría el riesgo de irse de bruces.
Llevaban casi medio día de paseo y la energía de Lucas no mermaba con el paso de las horas, todo lo contrario, parecía que aquel bosque lo llenaba de vida. Se detenía a ver de cerca los frutos del belloto del norte, apreciar las blanquecinas flores del corontillo. De todas las cosas que hacía con su papá, ir al bosque era la que más disfrutaba, principalmente porque su padre volcaba en él todos los conocimientos de botánica que había adquirido en sus años como guardaparque.
Ambos vivían en un pueblito de la zona centro de Chile, tan pequeño era que no aparecía en los mapas. Con algo de suerte y un ojo agudo, alguien podría haberse percatado de su existencia y no le habría parecido más que un simple caserío rodeado de verde. Sin embargo, para ellos, vivir allí era lo mejor que podría haberles pasado. En su diminuto pueblito llamado Bellaflor eran felices.
-No te alejes mucho, Lucas -le advirtió su padre, preocupado, cuando vio que el pequeño desapareció detrás de un árbol.
Su preocupación aumentó cuando su hijo no le contestó.
-¡Lucas! -gritó sin respuesta.
Sintió el latir de su corazón en la garganta, en sus oídos, le invadió un leve mareo y un sudor frío manó de su frente.
-¡Lucas!
Comenzó a buscarlo con desesperación. No era posible que desapareciese, lo tenía ante sus ojos. No podía desvanecerse, pero así fue. Su hijo no estaba en ningún lugar.
El bosque se lo había tragado.
Lunes 5 de julio, 9:00 horas, Santiago
Ofelia disfrutaba aquellas frías mañanas de invierno solo si estaba guarecida bajo techo y con un café recién salido de la cafetera. Amaba aquel aroma inundando su oficina, la despertaba y le permitía comprender mejor aquellos complejos textos científicos que día tras día tenía que leer.
Trabajaba sin parar en su muy desordenado escritorio lleno de libros sobre cambio climático y biología ambiental. Tenerlos a mano le permitía mantenerse en su sitio, sin necesidad de levantarse e ir a buscarlos a la biblioteca de la facultad universitaria en la que trabajaba como comunicadora de la ciencia.
Estaba allí, entremedio de sus libros, y con sus ojos yendo y viniendo de la pantalla al papel, cuando el agudo pitido del teléfono la sacó de su concentración. Adiós inspiración.
Al otro lado del auricular escuchaba la voz de su jefe.
-Quería pedirte si puedes ir al bosque a tomar algunas fotos. En dos semanas tenemos que participar de un congreso y nos faltan imágenes. No debería tomarte más de uno o dos días, máximo –le solicitó amablemente el director del centro de investigación en el que trabajaba.
-¿Solo fotos?
-También videos. Si puedes hablar con la gente de la localidad, mucho mejor, conseguir testimonios, recopilar información variada, lo que tú sabes hacer. Piénsalo como una pequeña investigación.
-¿Y qué hago con el nuevo alumno en práctica? No puedo dejarlo solo.
El director se quedó pensando un par de segundos. Revisó unos documentos, entre ellos el currículum del estudiante, su informe de notas de la universidad y algunos reportajes que presentó para postular.
-Llévalo. Es bueno en lo que hace, pero siempre es mejor que siga aprendiendo y qué mejor que hacerlo en terreno. Parten mañana.
Ofelia hubiera preferido viajar sola, sobre todo si su compañía era alguien que había conocido hace menos de una semana. De él sabía que le gustaban los temas de ciencia y por eso había postulado al centro, quería dedicarse al periodismo ambiental. Hasta el momento se notaba que sabía de lo que hablaba, pero tenía cierto ímpetu que le hacía hablar un poco más de la cuenta.
Y ya estaba retrasado en media hora.
Aprovechó el tiempo para profundizar en lo que les esperaba. Descargó unos artículos, imágenes satelitales y el mapa del lugar al que debían ir. Estaba en ello cuando olfateó un aroma dulzón en el aire y escuchó el retumbar de unos pasos apurados subiendo las escaleras.
-¡Hola, perdón la hora! –la voz del estudiante en práctica sonaba agitada.
Cargaba pasteles, galletas recién horneadas de la panadería de la esquina y dos tazas de café en señal de franca disculpa. Una escena bastante tierna para alguien que alcanzaba casi el metro ochenta.
-¿Miguel, tienes algo que hacer esta semana? -le preguntó Ofelia, mientras disfrutaba esas galletas que tanto le gustaban. Disculpa aceptada.
-Aparte de venir a trabajar, no creo, ¿por qué?
-Porque nos vamos de paseo por unos días al bosque esclerófilo -el rostro de Miguel le dejó en claro que no sabía lo que eso significaba, por lo que ella giró la pantalla de su computador-. El esclerófilo es un tipo de bosque que tiene una vegetación de hojas muy gruesas y duras, lo que le permite soportar la falta de lluvias en el verano. Bosques como estos existen en muy pocas partes del mundo, entre ellas, la zona central de Chile. Sus especies son de hojas perennes, por lo que las mantienen durante todo el año, lo que le proporciona a este bosque un color verde continuo… al menos, antes era verde -le mostró una imagen satelital-. Ahora el bosque está cambiando su color.
-Los árboles están como café rojizo -Miguel se acomodó sus lentes para ver mejor la pantalla- ¿Eso es normal?
-No que yo sepa. Toma -le pasó unos documentos-. Ahí está todo. Es un artículo científico que explica por qué el bosque está pasando del verde a un color más oscuro. Nos pidieron ir a tomar unas fotografías para usarlas en un congreso, así que mañana partimos tempranito. Es poco más de una hora de viaje en camioneta. Tendrás tiempo para leer.
-¿Y a dónde vamos específicamente?
-A un pueblito en medio de este bosque –apuntó el mapa de su pantalla-. Para allá vamos. Se llama Bellaflor.
Martes 6 de julio, 10:00 horas, pueblo de Bellaflor
-Desde aquí se nota la diferencia de colores.
Ofelia y Miguel se encontraban en lo alto de una pendiente. Con la cámara apuntaban hacia una quebrada de aquel bosque de hojas pardas. Ofelia se abrigaba con un chaquetón color damasco y para protegerse del sol llevaba un sombrero de ala ancha que le hacía juego. Sobre aquella elevación podían ver completo el panorama, un largo cordón de cerros cubiertos por árboles de un follaje carmesí, algo impropio de esa zona donde antaño predominaba el esmeralda.
-Fíjate –le hablaba a Miguel-, prácticamente toda la vegetación de esos cerros es rojiza, pero abajo, en la quebrada, los árboles mantienen su verde original. Esa es la diferencia que nos pidieron retratar. Tomaré unas fotos panorámicas aquí y, de ahí, bajamos.
Al cabo de unos minutos iniciaron el difícil descenso. No era sencillo, de vez en cuando sus pantalones se atascaban en los espinos que brotaban en el terreno, señal de un antiguo daño (quizás provocado por el humano) que ahora la naturaleza luchaba por resarcir. En aquellos bosques muchas veces la recuperación inicia con espinos, los que actúan como especies nodrizas que preparan el terreno para la llegada de otras especies, las que, luego, dan paso a otras hasta alcanzar el paisaje boscoso propio de esa zona.
El canto de un arroyo que corría delicadamente por entre los tupidos árboles que adornaban su ribera les dio la bienvenida cuando llegaron al fondo de la quebrada. Sacaban las últimas fotos que necesitaban cuando una voz hosca los tomó por sorpresa.
-Buen día, ¿en qué andan? –les preguntó un jinete de oscura y prominente barba que iba acompañado por una jauría de perros.
-Andamos sacando fotos para un estudio de la universidad. Vinimos con unos colegas que nos esperan en el pueblo – Ofelia mintió con rapidez, pero, a la vez, con mucha convicción.
-Deberían haber bajado con ellos. Este bosque es peligroso para dos personas solas. Si yo fuera ustedes me devolvería al pueblo –miraba hacia los árboles con el entrecejo fruncido.
-¿Peligroso?
-No me extraña que no estén enterados –el hombre sujetaba con fuerza las riendas de su encabritada yegua, nerviosa por la cercanía con el bosque-. Nada de lo que ha pasado en el pueblo ha aparecido en las noticias. Ya llevemos cinco personas perdidas en cuatro meses. Todas se han perdido aquí… en el bosque. Por lo mismo ya no ando solo como antes -apuntó a sus perros-. Bellaflor ha cambiado. No les conviene quedarse después del atardecer, y en invierno oscurece temprano. Háganme caso.
El sujeto agitó las riendas de su animal y se marchó al galope por el riachuelo junto con sus canes que lo seguían batiendo sus colas, alertas ante cualquier peligro.
-¿Qué hacemos?
-Le daré un voto de confianza al caballero –respondió Ofelia guardando la cámara con un dejo de molestia y algo de premura-. Prefiero volver mañana temprano. En subir hasta el auto nos darán las cinco de la tarde, así que no me arriesgaré quedándome aquí por más tiempo, menos si estás a mi cargo.
-¿Pero será verdad lo de las personas perdidas o lo habrá dicho para asustarnos? Quizás estamos en su terreno y quería echarnos.
-Si fuera su terreno nos habría echado sin necesidad de inventarse ese cuento. Me suena a verdad –Ofelia se puso la mochila sobre los hombros y marchó al vehículo.
El bar del pueblo no les sirvió para olvidar las palabras del jinete, sobre todo por su aire lúgubre y deprimente, con parroquianos perdidos en sus problemas, todos sumidos en el más absoluto silencio.
-No son muy alegres en Bellaflor, parece –soltó Miguel despreocupadamente. Ofelia le dirigió una mirada iracunda, sobre todo porque el dueño del local lo escuchó.
-¿Qué dijo, amigo? –Miguel tragó saliva ante la pregunta del anciano- Se nota que no son de aquí. Es difícil sonreír si has perdido amigos… o hijos.
-Algo nos contaron –intervino Ofelia-. ¿Es verdad?
-¡Por supuesto! Hemos pedido ayuda, pero nadie nos toma en cuenta. ¿A quién le importa un pueblo que ni siquiera aparece en los mapas? Antes todo era normal en Bellaflor. Teníamos nuestra vida, era sencilla, tranquila, pero ahora… –suspiró con amargura- Todo cambió a fines del verano, cuando se perdió Lucas, el hijo del guardaparque. Él fue el primero. Después se perdió la profesora Matilda, muy joven ella. Su familia aún hace lo imposible por encontrarla, pero no tienen quién los escuche. A veces andan sus papás por aquí recorriendo en auto, haciendo preguntas, subiendo hasta el último cerro. Tres más se perdieron después. El último, la semana pasada, un arriero amigo mío y de mi esposa. Un hombre grandote, que fácil se la podría con dos bandidos… pero no contra el bosque.
Ofelia notó nuevamente el tono sombrío con el que se referían a “el bosque”.
-Hay harto supersticioso por aquí que dice que el bosque está embrujado. Yo no creo en brujos, pero de que están pasando cosas raras… están pasando cosas raras. Desde que el bosque perdió su verdor todo cambió por aquí.
Ofelia guardó silencio, pero Miguel no se aguantó las ganas de alardear lo que había aprendido hace apenas unas horas.
-Por lo que leí, el bosque está pardo por culpa de la sequía. Ya son más de diez años que los árboles están recibiendo, en promedio, un treinta por ciento menos del agua que recibían antes ¡Y el año 2019 solo llovió un cuarenta por ciento del total! Fenómeno particular denominado como hipersequía. Y con menos agua, las hojas ya no pueden hacer bien su fotosíntesis, por eso se pusieron de ese color. En cambio, los árboles que están en las quebradas se mantienen verdes porque allí el suelo es más húmedo.
-¿Y este muchacho es profesor? –preguntó ofuscado el dueño del bar. Ofelia sonrió avergonzada- Nosotros llevamos años viviendo aquí, sabemos que no hay agua como antes y sabemos que por eso el bosque cambió su color. Muchos de aquí hemos trabajado a la par con investigadores y los hemos ayudado en sus estudios. Fuimos nosotros, los vecinos, los que nos organizamos para proteger este bosque. Entre todos lo convertimos en un santuario de la naturaleza. Nos tomó años de peleas lograrlo, peleas y mucho miedo, pero aguantamos, porque este bosque ha estado con nosotros desde siempre y así seguirá. Usted no nos enseñará lo que ya sabemos.
Miguel no sabía dónde esconderse.
-Aún es joven. Le queda por aprender –lo defendió Ofelia aligerando la conversación y dándole una palmadita en la espalda a su practicante.
Cerca de la medianoche de ese día, Ofelia se encontraba en su habitación ordenando su mochila para una nueva expedición. Quería salir a grabar con las primeras luces del sol. Estaba en eso cuando algo extraño llamó su atención. Con cuidado descorrió unos centímetros su cortina y notó una tenue luz que provenía desde la ladera norte de una pequeña loma. Cuál fue su sorpresa cuando el resplandor se hizo más y más intenso, pero concentrado en un solo punto, algo imposible para una fogata o una linterna, y, de repente, se apagó.
Miércoles 7 de julio, 7:06 horas, pueblo de Bellaflor
A la mañana siguiente, mientras les servía desayuno, la dueña del hostal donde estaban alojando les contaba preocupada que un campista había desaparecido.
-Es terrible –se lamentaba al tiempo que dejaba sobre la mesa una paila de huevos, unas marraquetas y dos tazas de café con leche-. Tanta gente perdida en ese bosque. Pensar que luchamos tanto para protegerlo… y ahora pareciera que nos da la espalda. El amigo del chico perdido está allí, todo nervioso el pobre -dijo con tristeza.
Ofelia y Miguel escuchaban el relato de aquel joven al borde del colapso. Caminaba de aquí para allá intentando comprender lo que había visto en el bosque.
-¡Matías estaba frente a mí! No entiendo qué pasó… Hubo, hubo una luz y cuando se apagó… él ya no estaba.
Se lamentaba frente a los habitantes de Bellaflor que a esa hora de la mañana se agolpaban en el hostal, reviviendo por sexta vez la misma escena que siempre contaba con un protagonista distinto. Finalmente, el joven se derrumbó sobre una silla, pensando que se había vuelto loco.
-Tranquilo, joven, sabemos que no fue usted el que le hizo algo a su amigo… fue el bosque –lo consolaba una mujer de pelo castaño, cerca de los cincuenta-. Su amigo debe haber sido una persona muy buena si el bosque se lo llevó.
-Déjalo, Flora. Lo estás asustando –le ordenó la dueña del hostal.
Ofelia se percató que aquella mujer llamada Flora era la única que no se refería al bosque como una entidad perversa, en cambio, el resto del pueblo le tenía cada vez más desconfianza a los tupidos árboles que los rodeaban. Y era normal, pues muchos bellaflorinos decían haber visto esa extraña luz que apareció a medianoche, la misma a la que el joven culpaba por la pérdida de su amigo. Algo demasiado extraño estaba ocurriendo en ese pueblo y Ofelia no sabía si inmiscuirse o no, menos con un estudiante a su cargo. La curiosidad la carcomía por dentro, pero optó por aguantarse las ganas de saber y se dedicó de lleno al trabajo que los había llevado hasta ese misterioso pueblo.
Pasadas las once de la mañana ya se encontraban grabando imágenes de aquellos enrojecidos árboles. Era increíble ver sobre sus cabezas las hojas de litres, peumos y quillay en aquel color que les era tan ajeno. Un sentimiento de tristeza invadió a Ofelia ante aquel paisaje. El bosque esclerófilo ya estaba amenazado por la presencia del humano a causa de la deforestación y ahora se sumaba la sequía.
-¡Ni se te ocurra prender eso! –Ofelia le quitó el cigarro a Miguel-. ¿Acaso no sabes que la mayoría de los incendios forestales son causados por las personas? ¿Quieres sumarte a la cifra de culpables?
-Perdón, era para los nervios. Quedé mal por lo de hoy en la mañana.
-Tranquilo. No pasa nada, pero imagina que una ceniza cae y prende el bosque. Con la falta de agua, estos árboles están débiles y de sus copas cae mucho material fino que propicia los incendios, además, con lo seco que están estos árboles, son mucho más vulnerables al fuego -A Miguel no le quedó más que asentir tímidamente con su cabeza.
Continuaron por largas horas, tantas que Miguel comenzó a preocuparse cuando vio al sol ocultarse tras el cordón de cerros del oeste y a venus dejándose apreciar en el cielo. Miraba de reojo a Ofelia que recogía algunas muestras sin prestar atención a la oscuridad que se cernía sobre ellos.
-¿Regresaremos al hostal? -preguntó con miedo.
-No.
Respondió seca. La curiosidad pudo más que su sentido del deber. Necesitaba saber qué era lo que estaba pasando en ese bosque y, según sus cálculos, ya debían encontrarse cerca del lugar donde vio la luz la noche anterior.
-Quizás deberíamos…
-¡Ssh! -Ofelia hizo callar a Miguel con un movimiento de su mano- ¿Escuchaste eso?
Una suave tonada acarició las briznas de pasto y el follaje de los árboles. Agudizaron el oído. Ofelia sacó su linterna y se dirigieron hacia el origen de aquel extraño canto, abriéndose paso entre corontillos, maitenes y maquicillos. El sonsonete se escuchaba cada vez más claro y más cerca. Tras caminar unos minutos, se encontraron con Flora, la mujer del hostal que en la mañana intentaba consolar al joven excursionista. Estaba de rodillas, rezando y cantando con devoción frente a un enorme quillay que, para su sorpresa, era el único árbol de toda esa zona que aún tenía sus hojas verdes. La mujer, como si tuviera un sexto sentido, dejó de cantar y se giró hacia ellos.
-Pueden acercarse, si lo desean. El bosque no les hará daño. Nunca lo haría.
Ofelia y Miguel se quedaron en su posición, alertas.
-No tengan miedo. Yo tampoco les haré daño. Nunca lo haría –sonrió-. Sé que andaban por aquí. Tu curiosidad fue más fuerte y quieres respuestas. ¿Cierto, Ofelia?
-¿Cómo sabe mi nombre?
-El bosque me lo dijo.
“De seguro lo escuchó en el hostal”, pensó Ofelia, escéptica.
-Quieres saber qué ha pasado con la gente que se ha perdido. Ya se los he dicho a los del pueblo, pero no me creen. No quieren creer.
-¿Qué es lo que no quieren creer?
-Que el bosque se está llevando gente para salvarla, pero ellos prefieren pensar que el bosque es malvado. Es algo muy humano tener miedo a lo que no se comprende.
Ofelia y Miguel se dirigieron miradas furtivas.
-Ustedes tampoco creen –sonrió la mujer que seguía arrodillada frente al verde y enorme quillay-. El mundo está cambiando, todos lo sabemos, y los humanos somos los culpables, soltamos contaminantes más rápido de lo que el planeta puede soportar y provocaremos nuestra propia destrucción y la de muchas otras especies. Este bosque también lo sabe y quiere hacer algo para ayudarnos.
La mujer se levantó y caminó hacia el quillay.
-Este es el último árbol verde de este sector. Es él quien se ha llevado a toda esa gente. ¿Saben qué tienen en común las personas perdidas? Todas se preocupaban por la naturaleza o disfrutaban de su compañía. Y este quillay se las llevó a un mundo donde podrán disfrutar por siempre del gran verdor. Es interesante… -dijo con la mano sobre el tronco del árbol- este quillay siente que ustedes también han protegido a la naturaleza en el pasado y se preocupan por ella, pero dice que tú –apuntó a Ofelia- eres demasiado escéptica, estás reticente a su abrazo. En cambio –se dirigió a Miguel-, él es más joven y cree en mis palabras. Es a él a quien se llevará para que disfrute del gran verdor por toda la eternidad.
Dijo y un fuerte resplandor proveniente desde el quillay cegó a Ofelia por unos segundos. Cuando abrió los ojos, ya no estaba ni la mujer ni Miguel.
Se hallaba sola en el bosque.
Miércoles 7 de julio, 23 horas, pueblo de Bellaflor
-¿Dónde está? ¿Dónde está esa mujer? ¡Se llama Flora!
Gritaba Ofelia por la calle central de Bellaflor, desesperada por haber perdido a Miguel frente a sus ojos. Los vecinos comenzaron a salir de sus casas ante el amargo llamado, agolpándose en la pequeña plaza del pueblo, junto a una pérgola de roble.
-Es Flora la que ha raptado a las personas. Estaba en el bosque. ¡Se llevó a mi estudiante!
“¿Flora?”, “imposible”, “ella es una excelente persona”, “¿qué está hablando esta mujer?”, exclamaba incrédula la gente del pueblo.
-¡Los llevaré!
No fue fácil convencer a todas las personas de Bellaflor para que la siguieran hasta el corazón del bosque, a medianoche y bajo el frío del invierno, pero lo consiguió. Sentían que esa noche llegarían al final de una historia que nadie quería recordar. Marcharon a paso firme, saltando las cercas de protección, tropezando con las rocas, siempre con el follaje carmesí sobre sus cabezas. Caminaron cerca de dos horas hasta llegar al inmenso quillay.
Ahí estaba ella, Flora, protegida por el árbol, rezando.
-El bosque no tuvo la culpa –dijo cuando vio llegar a todos sus vecinos.
“¿Qué haces aquí?”, “¿Qué está pasando, Flora?”, le preguntaban a viva voz.
-El bosque solo quería salvarnos, protegernos. Sabe que lo hemos defendido de todo tipo de amenazas y quiso retribuirnos el favor, pero está débil.
-¿De qué estás hablando? ¿Dónde está Miguel?
-Está a salvo como todos los demás –respondió la mujer con tristeza en la voz-. El bosque que rodea Bellaflor nos ha visto. Nos conoce. Sabe que somos gente que vive en sano respeto con la naturaleza. Pero también sabe que el mundo está sufriendo con el aumento de las temperaturas, las sequías. Todo eso el bosque lo está sintiendo en sus tejidos y ustedes lo saben. Este bosque está dando todo de sí para adaptarse a la falta de agua, pero se encuentra débil, se ve a simple vista… y con lo que le queda de fuerzas quiso retribuir el esfuerzo que hemos hecho como comunidad para protegerlo. Es por eso que, viendo que la humanidad se dirige a su propio final, nos está llevando al gran verdor, donde viviremos por siempre en un lugar mejor. Quiso hacerlo con todos nosotros, pero debido a las pocas fuerzas que le quedan, solo podía llevarnos de a poco.
-Flora, lo que dices no tienen ningún sentido. ¿Dónde está mi hijo? –gritaba el guardaparques.
-El bosque está triste. Solo quería ayudarnos. Nunca pensó que provocaría tanto miedo en todos ustedes… hoy remediará ese error.
Lentamente el verde quillay comenzó a brillar ante el asombro de todo el pueblo. Ofelia no daba crédito a lo que estaba viendo. Las ramas del enorme árbol comenzaron a agitarse como si fueran azotadas por una tormenta, y cada una de sus hojas destellaba con un hermoso fulgor plateado. Su tronco se ensanchó y se abrió desde su centro, poco a poco. Mientras más se abría, más poderosa era la luz que manaba de él. Tanto que la noche se volvió en día y eran pocos los que podían mantener los ojos abiertos. Pero quienes lo lograron, nunca comprendieron qué estaba ocurriendo, pues desde el interior del árbol vieron salir a todos sus seres queridos.
Inesperado fue aquel reencuentro en plena madrugada. Al fin padres se reencontraron con sus hijos, y otros con sus amigos. Y, entre ellos, apareció Miguel, desorientado, con la mirada perdida, sin saber qué había ocurrido.
Viernes 9 de julio, 9:30 horas, Santiago
Han pasado dos días desde Bellaflor y aún no creo lo que ocurrió –escribía Ofelia en su computador-. Miguel no recuerda nada de su desaparición, solo tiene la vaga sensación de que nunca había sido tan feliz como en esas pocas horas que estuvo perdido. Quién sabe dónde habrá estado o qué habrá visto. Pero, al igual que toda la gente de Bellaflor, yo sí sé lo que vi: aquel bosque está vivo; siente, quiere, teme, quizás no como nosotros o, quizás, lo hace de una manera que está más allá de nuestro vano entendimiento.
Los humanos le hemos hecho un daño tal que lo llevamos al borde del colapso. Y, aun así, ese bosque, agradecido y en sus estertores, solo pensó en darle un mejor pasar a la gente de Bellaflor, la misma que en el pasado lo protegió ante la adversidad. Una retribución que nadie supo entender. ¿Cómo es posible que el bosque de Bellaflor se haya preocupado por su gente más de lo que los humanos nos preocupamos por nosotros mismos?
Ahora la comunidad de Bellaflor ha vuelto a estar en paz con su bosque y buscan protegerlo más que nunca, entendiendo que son uno, no dos entidades separadas.
Es hora de que comprendamos mejor a nuestro entorno, entender que nos relacionamos en múltiples formas y en distintas escalas y con distintas consecuencias. Un sistema complejo que debemos preservar para nuestro bien y el de las futuras generaciones.
Cerró su computador y le dio un sorbo a su café. Tenía sabor a tristeza.
*Para saber más sobre la pérdida de verdor del bosque esclerófilo, puede leer el análisis (CR)2 «Pérdida del verdor en el bosque de la zona central de Chile»